viernes, 3 de febrero de 2012

MALVINAS LA VERDAD DE 1833


Habla el Teniente Coronel de Marina, Don José María de Pinedo

El 9 de marzo de 1833, yo el Teniente Coronel de Marina, José María de Pinedo, fui condenado a mi absoluta separación de la Marina y suspendido de mi empleo por cuatro meses, después de los cuales sería incorporado a la Plana Mayor del Ejército permanente. El procedimiento judicial que llevó a esa condena, tuvo reconocidos errores, pero quedará para siempre en mi ánimo haber sido acusado de no impedir que fuera arriado en la Isla Soledad de nuestras Islas Malvinas el pabellón de la Argentina y enarbolado en su lugar el de Su Majestad Británica.

Cuando a bordo de la Goleta Sarandí salí del Puerto de Buenos Aires el 22 de septiembre de 1832, hacia las Islas Malvinas, con órdenes precisas del gobierno de Buenos Aires, lejos estaba de imaginar los hechos que pasaré a relatar. Llegué al Puerto de San Luis el 6 de octubre y cumplí con las instrucciones del Ministro de Guerra y Marina de poner en posesión del mando de las Islas al mayor Don Esteban Mestivier. Con él venían su mujer, tropas y sus familias y varios individuos más pertenecientes a Don Luis Vernet. El tiempo estaba horrible. La lluvia, la nieve y el viento no hicieron posible que cumpliera ese cometido sino tres días después, en que pudimos también afianzar con salva el pabellón nacional en emotiva ceremonia. ¡Tan lejos! ¡Tan solos en esa geografía inhóspita y perdida!

Habiéndome asegurado de que todo estaba en orden, salí el 21 de noviembre a recorrer las islas por la costa Sur, según las órdenes recibidas. Encontré dos buques americanos a la pesca de ballenas: el Bergantín Unax que había perdido sus anclas, al que auxilié para asegurarlo hasta que llegara una fragata americana con la que debía reunirse y en la Isla Nueva avisté a la goleta Sol, dedicada a la pesca de lobos en esa isla, lo que le prohibí y ordené que se fuera. El hombre huyó de mí y me costó una mañana entera perseguirlo, hasta que le di caza en un puerto de la isla. Parece que había tenido varios episodios con un buque americano y otro con Bandera oriental que andaban armados y a los cañonazos, no respetaban a nadie y se habían dirigido al Estrecho de Magallanes. Sabía que el buque de bandera americana estaba cometiendo actos de piratería: en el Puerto de la Soledad, que habían obligado a los peones a la fuerza a que les dieran carne, que mataron a balazos varios caballos y se llevaron los cueros. Resolví entonces perseguirlos hasta el Estrecho, pero no los encontré y emprendí la vuelta a Malvinas, puerto de San Luis el 26 de Diciembre adonde llegué el 29.

El 30 a las seis de la mañana vinieron a mi bordo dos botes, uno de la goleta inglesa Rapid, a la que yo le había facilitado mis carpinteros para arreglos que necesitaba, y en el otro venía el Ayudante argentino Gomila armado de pistola y sable, con dos individuos de la isla. Las noticias que traía no eran buenas: en la isla había habido un motín de la tropa a su mando, habían asesinado al comandante Mestivier, tenía siete presos en la goleta inglesa Rapid que estaba en el puerto por trabajos de refacción, y el resto de la tropa estaba en pleno desorden. Yo me dirigí enseguida al puerto, bajé a tierra y encontré efectivamente todo en desorden y abandono y los cómplices del motín en pleno saqueo. Le di orden a Gomila de que me pasase un parte urgente y que mandara a formación. Como no había otro oficial tuve que nombrarlo fiscal de la causa y al subteniente Luciano Listas de 19 años, secretario. El 1º se me presentó Listas con acusaciones de las trapisondas que estaba haciendo Gomila, quien al parecer tomaba mal las declaraciones y ponía lo que quería. Tres vecinos apoyaban las acusaciones y agregaban que era un personaje criminal, que mientras estaba al mando él favorecía el desorden, que amenazaba a la tropa y tiraba tiros de bala al aire; que esa noche dijo a la tropa que él se llevaba a la mujer del finado Mestivier a los cerros, que la insultaba y dejaba que le robaran todo; que la obligó a vivir con él en la misma habitación y festejaba la muerte de su marido, diciéndole que por bárbaro le había pasado todo esto. Indignado llamé a Gomila a bordo, le reconvine severamente por su conducta, le obligué a que me entregara el reloj de Mestivier que le había robado cuando lo mató, haciendo alarde y mostrando la hora a su esposa a cada instante. Dejé al hombre arrestado, armé algunos soldados míos al mando del sargento y bajé a tierra para poner en orden a la tropa de 18 individuos, entre ellos varios criminales. Los amenacé que los castigaría terriblemente si no mejoraban su comportamiento y recogí todo el armamento, que se hallaba en parte destrozado. Los mandé a bordo junto con dos soldados que habían hecho atrocidades con el finado comandante arrastrándolo a los golpes. Por suerte el resto de la tropa quedó contenta y fue el primer día de paz después del asesinato. Poco duró la paz y mi necesidad de estudiar con tranquilidad la situación inesperada en que estaba para encontrar la salida.

Eran las 9 de la mañana cuando vimos entrar una Corbeta de guerra inglesa, la Clio. Envíe a un oficial mío Mr. Mason y al cirujano de la Sarandi Dr. Clark a ver que significaba la visita y el inglés, Capitán Onslow, sin dar explicación, les dijo que tenía que hablar conmigo y que apenas aferrara su velamen se apersonaría ante mí. A las 3 de la tarde llegó acompañado por dos oficiales y sin dar mayores explicaciones dijo que venía a tomar posesión de las Islas Malvinas ya que pertenecían a S. M. Británica. Venía del Río Janeyro acompañado de otra fragata y tenía orden terminante de poner el Pabellón Inglés, de embarcar a nuestra tropa junto con los demás habitantes y cargar todo lo que nos pertenecía para llevarlo a Buenos Ayres. Me ordenó que hiciese arriar nuestra bandera que estaba en tierra a la mañana siguiente. Yo no podía salir de mi asombro y me negué a cumplir sus pretensiones antes de recibir órdenes de mi Gobierno, ya que mi misión era justamente traer a las nuevas autoridades argentinas. Le protesté que bajo su palabra de honor me dijera si estábamos en estado de guerra con la Gran Bretaña. Me dijo que no, que su misión era continuar con la amistad y el comercio de siempre y que le extrañaba que yo no supiera nada de eso. Quedó en mandarme la comunicación con las supuestas órdenes dadas por el Jefe de las fuerzas de Su Majestad Británica. No variaban en nada las pretensiones del marino. Al no tener yo las órdenes de mi gobierno, traté al instante de resistirme y negarme a consentir lo que se me pedía. El drama era que toda mi tripulación desde el contramaestre a los demás oficiales, eran ingleses, excepto 4 marineros y 6 muchachos, 3 de edad de 10 a 12 años, de nula capacidad y 14 hombres de tropa, tres ingleses. Así fue que los reuní, haciéndoles ver cuál era su deber y cuál el mío y que al día siguiente tendrían que hacer fuego al pabellón inglés y sostener el honor del Pabellón a quien servían. Les pedí que ellos, como ingleses, me hablasen francamente y me contestaron todos a una que ellos eran ingleses y que pertenecían a esa Marina que habían servido, que no podían hacer fuego a su pabellón, que si fuera de otra Nación, ellos morirían a mis órdenes primero de ceder en nada, pero que les era muy duro hacer fuego al Pabellón inglés.

A las 10 de la noche mandé al Capitán Mason y al médico a protestarle al comandante que yo no podía permitirle tomar posesión de las Islas Malvinas hasta no recibir órdenes de mi gobierno, y que si él quería hacerlo a la fuerza yo resistiría a todo trance, que ese era mi deber. El Comandante dormía y no los recibió. En el acto puse en libertad a Gomila dándole armamento y municiones para armar la tropa y diciéndole que a la mañana les daría órdenes. Mientras, preparé mi tropa a bordo municionándola y cargué la artillería a bala y metralla. En total a bordo y en tierra tenía 44 hombres. Con ellos debía enfrentarme a la corbeta inglesa, con una artillería tres veces superior en número y calibre que la mía y triple número de hombres. Yo no tenía ni siquiera oficial a quien hacer cargo en tierra. Para peor, las instrucciones de mi gobierno me prohibían expresamente hacer fuego a ningún buque extranjero, sólo que tuviera que defenderme cuando me viera atacado. Esta situación me obligó a pasar a bordo del barco inglés para repetir al Comandante los mismos argumentos e indicarle que mientras no viniesen órdenes de mi gobierno yo no podía consentir ningún acto que vulnerara el objetivo de mi misión. El Comandante me repitió que no había estado de guerra, que la amistad y el comercio seguían como siempre pero que sus órdenes eran claras. Poner el pabellón inglés en tierras de Su Majestad, embarcar oficiales, tropa, habitantes y propiedad de nuestro Estado y conducirlo a Buenos Ayres, respetar a los hombres que quisieran quedarse y respetar sus propiedades, que yo retirase mi tropa de tierra y arriase el pabellón argentino, que ellos triplicaban nuestras fuerzas y que esperaban refuerzos. Viendo perdida toda posibilidad de arreglo decidí embarcar a los 16 soldados que se hallaban en tierra para el caso de que hubiera que defender el buque y nombré por un documento como Comandante Político y Militar de las Islas Malvinas a su capataz, Don Juan Simón, ordenando que no se arriase ningún pabellón argentino. A las 9 de la mañana desembarcaron en la punta del puerto de San Luis tres botes de la corbeta inglesa con 18 soldados, alguna marinería el Comandante y algunos oficiales y, al lado de una casa de un inglés, pusieron un mastelero e izaron su bandera en la Casa Comandancia. A unas cuatro cuadras se hallaba nuestro pabellón izado. Se dirigieron allí un oficial y un soldado, lo arriaron, se embarcó la tropa y un oficial vino a mi bordo entregándome la bandera. Yo sabía que mi posición era indefendible y mi tripulación puede decir que, de haber peleado con la Clio, en poco tiempo la Sarandi se hubiera ido a pique. Con la garganta cerrada, sin comprender todavía la verdadera situación que en forma insólita y en soledad me había tocado protagonizar, hice mi última protesta al Capitán inglés sobre la posesión de la Isla. Me contestó que en caso que yo hiciera fuego me protestaba la paz que había entre nuestras Naciones, que tuviera en cuenta que me cuadriplicaba en fuerzas y que, además, una goleta inglesa, la Rapid, estaba en el puerto. Yo tenía en claro cuáles eran las instrucciones que me dio el Superior Gobierno: “El Comandante de la Goleta de Guerra Sarandi guardará la mayor circunspección con los buques de guerra extranjeros, no los insultará jamás, mas en el caso de ser atropellado violentamente y que sólo hiciera fuego llenará en toda su extensión el artículo 41 del CódigoNaval...”

Impotente y teniendo que asegurar en todo caso el estado de mi tripulación y de los civiles, resolví embarcar a las familias, tropa y peones que elegían volver a Buenos Ayres. Llené mi aguada, recogí algunos útiles que estaban en tierra y, cuando la marea me lo permitió, dejé el suelo y los mares patrios. Apenas llegado fui puesto en arresto y sometido al Consejo de Guerra de oficiales. El juicio tuvo indudables errores de procedimiento. Además, los testimonios de tripulantes ingleses y otros como el de Gomila, acusado de homicidio y abusos a la mujer del Comandante Mestivier, carecían de verosimilitud en la mayor parte de sus pasajes, y la falta de un defensor que apareció hacia el final del juicio en la persona del General Félix de Alzaga, me pusieron en inferioridad de condiciones. No obstante, la condena fue leve y se reconocieron esos errores. Al final de mi vida, estoy orgulloso de mi foja de servicios posteriores Mi decisión de volver de las Islas sin presentar una inútil batalla, tuvo el propósito de salvar vidas y bienes pero, más que nada, de dar parte de lo ocurrido a las autoridades con la ilusión de que se decidiría volver con fuerzas superiores para expulsar al usurpador inglés.

Otras eran las prioridades que ocupaban a nuestro gobierno,ya que posteriormente me enteré que las relaciones no se habían roto porque Rosas,encargado de las Relaciones Internacionales en aquel momento,ya había pactado la entrega de las Islas Malvinas a los británicos en comodato,debiéndo éstos devolvernoslas tras un pacto de 150 años. ¡Quién sabe cuándo volverán las Islas a ser argentinas y si la Corona cumplirá con su palabra!

Colofón

Muchos años después, en 1890, la Armada impuso el nombre de Pinedo a una torpedera de primera clase. En 1937, le fue colocado su nombre al rastreador M6, que fue reducido y vendido en 1969. Esta parte de la historia, medio oculta y desconocida, sobre la cual se están tejiendo versiones tergiversadas y dañosas, debe ser rescatada del olvido y de la ignorancia. Para conocer la verdad hay que acudir a las fuentes. Este relato está basado en el expediente relativo al juzgamiento de la conducta militar de José Ma. De Pinedo que obra en el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas.